Otro testimonio sobre Viet Nam escrito hace más de cinco años y que demuestra, una vez más, la disciplina, la nobleza, la madurez y la grandeza moral del pueblo de Ho Chi Minh.
Érase una vez en el oriente.
Por Adanelio Benavides Ramos
Para robarle un verso a Silvio Rodríguez, “corrían los
días de fines de guerra”, a últimos del año 1944 y el mundo andaba partido en
dos grandes bloques de naciones que se enfrentaban en beligerancia descomunal;
uno de esos bloques estaba encabezado por los países del eje Berlín-Roma-Tokio;
el otro por Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética,
llevando esta última el mayor peso de la contienda a un costo de 20 millones de
vidas.
Cuando la
Alemania nazi atacó y ocupó la Francia burguesa en Europa
(1940), el Japón fascista ocupó todas sus colonias en la Indochina entonces
llamada francesa.
Japón también atacó Pearl Harbor en 1941, posesión
norteamericana en el Pacífico, motivo que determinó la entrada de Estados
Unidos a la 2da. Guerra.
Varios años antes, Nguyen Ai Quoc (Ho Chi Minh) había
fundado y fogueado el Partido Comunista de Indochina que, a la altura de 1944,
había logrado organizar y movilizar a los 3 pueblos de aquella región “para
asaltar el cielo”, tan pronto la correlación de fuerzas permitiera pasar del
gris de la guerra al rojo de la
Revolución.
Esa visión marxista de los acontecimientos permitió a
Ho Chi Minh y a sus hombres crear el Vietminh, organización que agrupaba a
todos los vietnamitas patriotas y progresistas interesados en liberarse tanto
del vasallaje colonial como de la ocupación fascista.
Al ser ocupado por Japón sobre el pueblo del Tío Ho pesaban
dos yugos, pues si bien el ejército nipón era el Orden y la Ley, los franceses se
mantenían administrando el país en la medida que convenía al entonces imperio
del sol naciente.
Es por ello, que cuando el teniente Shaw, joven piloto
de combate norteamericano sale en paracaídas de su avión accidentado y cae
sobre las montañas cercanas a la ciudad norvietnamita de Cao Bang, entre galos y nipones
se desató una febril carrera para capturarlo.
Primero llegó una patrulla francesa y seguidamente una
de Japón… pero ya el joven Shaw no estaba en el lugar. Los hombres del Vietminh
se habían adelantado, rescataron al joven estadounidense y lo ocultaron en una cueva cercana, como
sólo saben hacerlo los vietnamitas.
Los fascistas acusaban a los colonialistas de haber
dejado escapar al oficial aliado y ambas emprendieron una intensa persecución
tras el joven norteamericano, e incluso, ofrecieron recompensa en dinero y sal a
los aldeanos de la comarca que informaran sobre su paradero.
Pero todo fue inútil: la intuitiva maestría
guerrillera de los soldados del Vietminh superó todos los obstáculos para
salvar al joven piloto; el Vietminh organizó una columna para escoltarlo,
protegerlo y conducirlo por entre bosques y caminos escabrosos hasta China que
en ese momento era territorio aliado. La columna se dividió en tres grupos:
vanguardia, centro y retaguardia; tan peligrosa se había tornado la situación
para el joven norteamericano que la marcha demoró casi un mes en recorrer 60 kms,
evitando todas las trampas y emboscadas de nipones y galos.
El joven Shaw se alegró mucho de encontrarse con Ho
Chi Minh cerca de la frontera amiga y le pidió lo acompañara hasta Kun Ming,
capital de Yunnan, pues allí se encontraba dislocado el Estado Mayor aéreo de Los
Aliados.
El jefe del Vietminh se empleó a fondo y personalmente
en el rescate y salvación del joven de USA, no sólo por su gran sentido
solidario y de responsabilidad política que tanto lo caracterizaron, sino
también por su sentido práctico, ya que era el único entre todos los
vietnamitas que podía comunicarse, pues además de su propio idioma lo hacía en ruso, francés,
inglés, cantonés y mandarín; los tres últimos idiomas eran vitales para que la
operación de salvamento culminara con éxito, pues de la frontera
chino-vietnamita a la capital de Yunnan mediaban entre 5-8 días de marcha, en
tiempos de guerra, a las regiones y poblaciones desconocidas para el joven
estadounidense. En esas circunstancias no había nadie más preparado que Ho Chi
Minh para salvarlo. Y lo salvó, lo entregó sano y salvo a su jefatura aérea.
Testigo del gesto valiente, solidario y altamente
ético fueron soldados y oficiales de aquella instancia militar, entre ellos el
General Chenault entonces Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea
norteamericana en China.
Aquel mando militar le ofreció dinero y medicinas en
gesto de gratitud, pero el líder de los vietnamitas sólo aceptó medicamentos
para sus hombres que se batían contra los fascistas en las montañas del Viet
Bac.
Pero érase otra vez en el Oriente… particularmente en
Indochina, específicamente en la parte norte de Viet Nam, concretamente en los
cielos de Hanoi.
Y era octubre de 1967, sobre la capital vietnamita
volaban una y otra vez, de día y de noche, incesante y brutalmente, los
chacales aéreos sedientos de sangre, destrucción y muerte.
El pueblo del Tío Ho se defendía y “quemaba el cielo”
con todo lo que tenía. Esto no es una metáfora, pues su sistema de respuesta
antiaérea incluía el uso de ametralladoras de todos los calibres, así como
fusiles automáticos, principalmente AKM.
Corrían los últimos días de octubre de 1967 y el avión
piloteado por un tal John McCain es impactado en su vuelo de ataque número 23;
acciona los mecanismos que lo lanzan fuera del aparato y cae suspendido de un
hongo hecho a base de telas y cuerdas, ofreciendo un blanco perfecto.
Y de nuevo salió a relucir la disciplina, la nobleza,
la madurez y la grandeza moral superior del pueblo de Ho Chi Minh, ya que en
el lance lo salvaron tres veces:
Una: Cualquiera de los hombres o mujeres de Hanoi armados con fusiles
automáticos pudo haberle disparado una ráfaga y acabar con él, puesto que en el
fragor de los combates John McCain hubiera sido una baja más.
Dos: Los artilleros antiaéreos defensores de Hanoi también hubieran podido
fusilarlo en el aire; y no lo hicieron.
Tres: El pelotón que lo rescató del lago Truc Bac evitó que se ahogara en sus
aguas ya que si bien no eran profundas el actual aspirante inquilino de la Casa Blanca, mal
herido como estaba en tres de sus articulaciones, habría podido perecer
enredado entre las telas y cuerdas de su paracaídas.
Pues sí señor, érase una vez un tal McCain.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario