
Ya en 7mo grado, en las escuelas al campo de 45 días, era moda que los muchachos y muchachas fumaran. Nos sentíamos más “maduros”. Yo
tenía un trecho andado, prendía todos los días un cigarro de los que papi fumaba marca Ligeros
(largos). Entonces comencé a fumar. Escondiéndome de
mi madre que todas las semanas llegaba al campamento a visitarme y a lavarme
las ropas, pues aún era muy pequeña, decía, y ahí fue donde me descubrieron los restos de picadura en los bolsillos.
Al final me atrapó el maldito. Un hábito que simula y parece
ser elegante. Yo disfrutaba del nocivo vicio. Un café, amigos, una
conversación, un baile, un descanso… y no podía faltar, ahí estaba el maléfico.
Campañas, consejos de la familia, hijos, amigos,
colegas, todos… Mi asma, mi alergia que tanto daño me hacía. Nada me hizo
claudicar. Solo pensaba en que no quería dejar el perjudicial, me sentía bien,
me gustaba el acto de prenderlo, absorberlo… y quemarlo. No me concebía
haciendo una tertulia y no tener mi cajetilla y mi fosforera, inseparables
entonces, como hoy el celular.
Y así entre humo, nicotina y cenizas transcurrieron
38 años de mi vida.
Llegó el momento en que QUISE dejarlo, sí, no quería;
pero entonces quise. Y lo dejé.
Este 8 de enero del 2016 se cumplió 10 años sin fumar.
10 años en que dejé al dañino.
Y hoy, después de pasado unos días, me doy cuenta
que pasó la fecha del aniversario y no lo celebré, no la recordé. Nunca antes
había omitido una celebración que no disfrutara tanto de su olvido. Es que siento que nunca he fumado.
“FUMAR DAÑA SU SALUD”